26 nov 2014

Maya y la lluvia

Venus Willendorf

- ¿De dónde viene la lluvia, papá? - preguntó la pequeña Maya, empapada y acalorada a un mismo tiempo, mientras llegaba corriendo del patio con la pelota en la mano. 

Yo pensé en el día de su nacimiento, que también había sido lluvioso. Dana estaba preciosa. Irradiaba felicidad. Habíamos buscado a nuestra pequeña casi desde que nos fuimos a vivir a la misma casa. Desde aquel día el otoño siempre nos había traído muy buenas noticias. Fue en otoño cuando Dana conoció a la que después sería su mujer, y también cuando consiguió la plaza fija en el Departamento de Física Aplicada de la universidad en la que había estudiado.

- ¿Papá? - La voz de mi hija me devolvió a la realidad, me miraba con esos ojos preguntones que todo lo querían saber. Sin duda había salido a su madre. Cuando me vio sonreír me sacó la lengua, tiró la pelota encima de la alfombra nueva y se sentó de un salto a mi lado en el sofá. - Papá, ¿de dónde viene la lluvia? Mamá dice que viene de las nubes, pero yo no sé de dónde vienen las nubes. Cada vez que le pregunto me dice una cosa aún más rara. ¿Tú sabes de donde vienen las nubes? 

- Las nubes, dices. Te voy a contar una historia, pero tienes que estar muy atenta. ¿Tú sabías que tu madre es una diosa celta y que tu nombre viene de una deidad hindú muy antigua? Pues de ellas viene la lluvia. De ellas y también de Amalur, Gea, Venus, Umai... hubo muchas, pero que muchas diosas en el mundo, hace miles de años. Ahora nadie las conoce, lo cual no significa que no existan.

- Mamita dice que Dios no existe, papá. 

- Y Sandra lleva razón, pequeña, a Dios lo inventaron los hombres malos para dominar el mundo. - Aquí mi expresión se tornó seria y miré fijamente a los ojos de mi hija, y ella estalló en una risa vivaz que desarmó mi juego.

- Sigue, papá, dime cómo los hombres malos pudieron esconder a tantas diosas que hacían lluvia. - No podía parar de reír y su frase sonó entrecortada de pura felicidad.

- Verás, hubo una época en la que las personas honraban a una madre común, una diosa que tenía muchos nombres, dependiendo del lugar en el que la llamaran. Era la Madre Tierra, que cuidaba de todas las cosas que había en el mundo: de los seres animados y de los inanimados. De ella venía el agua, y del agua venía la vida. Pero con el paso del tiempo, las personas fueron construyendo sociedades. Todas las sociedades se basan en unas normas, que son reglas del juego que hay que cumplir para que no haya problemas. Una de esas reglas fue dividir a los hombres y a las mujeres, haciendo que cada una tuviera sus propios roles, que hicieran cosas diferentes. Y según fueron descubriendo cosas del mundo, también se fueron inventando otros dioses y diosas, a quienes les asignaban los mismos roles que a las personas según fueran hombres y mujeres. Así, el cielo de los dioses y de las diosas se llenó de todo aquello que los seres humanos no entendían. Esta fue una época en la que la mayoría de gentes veneraban a un dios de la lluvia masculino. Poco a poco, la Gran Diosa fue quedándose sin atributos, que le iban siendo concedidos a algún dios que, cientos de años antes, había sido concebido por ella. Poco a poco, la Gran Diosa fue desapareciendo, haciéndose pequeñita, y fue sustituída por otros dioses, todos masculinos y todos ellos con superpoderes. Después la mujer se convirtió en lo malvado, lo sucio, lo engañoso. Y todo porque desobedece reglas que a ella la aprisionan en un rol que no le gusta. Así nació Dios, el Gran Dios... que aún muy a su pesar, tuvo que nacer de una mujer... - Mi voz iba bajando el tono, pues la pequeña diosa Maya tenía ya los ojitos cerrados. La abracé con fuerza. En ese momento, Dana y Sandra entraban en casa salpicándolo todo con el paraguas y con su alegría.

[Relato que forma parte de la tarea "El paso de la(s) Diosa(s) al Dios", del curso Desarrollo personal (Nivel Básico) de la Evefem. Este relato puede -o no- sufrir cambios en relación al curso, a la interactuación con mis compañeras y otros supuestos.]

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